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Comentario al texto Las grandes ciudades y la vida espiritual de Georg Simmel (1904) [1].


 

El texto de Simmel es considerado por muchos uno de los textos fundacionales de la Sociología urbana, disciplina que encontraría en el departamento de Sociología de la Universidad de Chicago en la década de los treinta la institución desde la cual consolidarse y desarrollarse como ciencia autónoma respecto de la Sociología. Es también, según defiendo en mis últimos escritos, uno de los primeros textos de Ecología urbana, disciplina que como la anterior no se consolidaría hasta la década de los veinte y treinta (Robert Ezra Park, The City, 1925).


En español, se han realizado varias publicaciones de este breve escrito. En 1986 la editorial Península lo incluye junto a otros escritos del autor en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, editado por Salvador Mas. Nuestra referencia es el libro de 1977 editado por el citado Gutiérrez Girardot Discusión. Teorías sobre los sistemas sociales. Ha sido traducido a veces como Las grandes ciudades y la vida espiritual, otras como Las grandes ciudades y la vida del espíritu, como Las grandes urbes y la vida del espíritu, y otras incluso como Las grandes ciudades y la vida intelectual.


Para ajustarnos lo más posible al título original, Die Grossstädte und das Geistesleben, y también para constatar con ello la herencia de la Filosofía alemana clásica en el pensamiento de Simmel (Hegel, Philosophie des Geistes), lo traduciremos como Las grandes ciudades y la vida espiritual. Porque de espíritus, o mejor, y ajustando ahora cuentas con la herencia vitalista, de tipos anímicos, trata este artículo. Del tipo anímico de la ciudad y del tipo anímico del campo o de las zonas rurales.


Al respecto de lo último indicado, no es en absoluto desafortunada la traducción Las grandes ciudades y la vida intelectual. Simmel habla explícitamente del proceso de «intelectualización de la vida social» del ciudadano urbano, frente al proceso de «sentimentalización de la vida social» del ciudadano rural (de pueblos o pequeñas ciudades). Intelecto o intelectualización equivalen aquí a la racionalización de la que habla Weber en su teoría de la burocracia[2].


A continuación se ofrece un resumen comentado del citado artículo, cuyo objetivo no es otro que reivindicar, como he hecho en trabajos anteriores (incluida mi tesis doctoral), la relevancia del planteamiento sociológico-urbano o ecológico-urbano que Simmel trazó hace ya más de cien años, en el preciso instante en que el fenómeno de la gran ciudad o la metrópoli hacía su aparición en Occidente. Este texto, que, repito, se escribe en los años 1903 y 1904, se ajusta perfectamente al contexto urbano actual; se puede leer, por tanto, en clave de tremenda actualidad.


Históricamente, el individuo humano se ha enfrentado a los poderes externos que en cada época amenazan su independencia y su peculiaridad (el liberalismo sería la forma moderna de reivindicación de esa independencia y esa peculiaridad, como bien ha escrito Simmel en 1901, «Die beiden Formen des Individualismus»). Ese primer poder externo que amenaza la individualidad humana fue la Naturaleza, sustituida con el surgimiento de los primeros grupos sociales desarrollados por la Religión (los dioses), o el propio poder de la tribu, más tarde el Estado…


En la modernidad, explica Simmel, la lucha por la libertad y la individualidad de los seres humanos la emprenden los individuos contra la Sociedad, nueva fuerza externa que trata de igualarlos y someterlos al rodillo homogeneizante de la burocracia. La Sociedad a la que se refiere Simmel como fuerza externa, como entidad abstracta que se impone inmisericordemente a los individuos, que los coacciona, como según Durkheim coaccionan los «hechos sociales», hay que entenderla en el sentido preciso en que la piensa el berlinés.

Si remitimos por ejemplo a textos como «Das Probleme der Soziologie» de 1894, o a las Gran y Pequeña Sociologías de 1908 y 1917, Simmel explica que hay que triturar las dos concepciones de la sociedad que son tendencia en los estudios sociológicos del tiempo: la concepción macroscópica, que entiende a la sociedad como una totalidad distinta de los individuos que la componen y capaz de coaccionarlos, y la concepción microscópica, escéptica podríamos decir, que niega la existencia de la sociedad como algo más que las interacciones entre los individuos, verdadero núcleo de la vida social.


Hay que triturar ambas tendencias, nos explica, dialécticamente. La sociedad es una realidad que se puede y se debe analizar macroscópica y microscópicamente, desde las grandes estructuras e instituciones sociológicas a las más efímeras interacciones entre individuos que son germen de ésas (por ejemplo, las miradas fugaces entre dos personas que se cruzan en la Gran Vía de Madrid). Entonces, cuando en el texto Simmel habla de la sociedad como fuerza externa que amenaza la individualidad de sus elementos mínimos habla diaméricamente, esto es, de sociedades muy concretas, o si queremos, de instituciones sociales muy concretas: socialismo, democracia.


Está, pues, ofreciéndonos una crítica muy en la línea de la «tiranía de las mayorías» de Stuart Mill, o de la aversión nietzscheana a las masas del socialismo, que por cierto Simmel cita explícitamente: «Nietzsche vio quizás en la lucha despiadada del individuo o del socialismo, precisamente, en la supresión de toda competencia, la condición de desarrollo pleno del individuo. Pero en todos estos casos, el motivo fundamental es el mismo: la resistencia del individuo a dejarse nivelar y utilizar por un mecanismo técnico-social» (11).


La lucha que los individuos mantienen con las fuerzas sociológicas no es física, por supuesto. Es una lucha mental, psicológica, en la que los individuos se están jugando no menos que su propia personalidad. Como psicológica es también la lucha de los jóvenes españoles del siglo XXI contra unas instituciones sociológicas que amenazan, no ya su individualidad, ya podría, sino su futuro, su propia vida. En cualquier caso, se juegan, todavía hoy, su independencia.


En la lucha contra las fuerzas sociológicas el individuo de la gran ciudad desarrolla una personalidad que a juicio de Simmel es análoga, por ser quizá su efecto, a la personalidad de la vida urbana (del mismo modo que los estudiosos de las masas de finales de siglo, entre los que hay que incluir a Simmel, hablan del «alma» o del «espíritu» de las masas: Lazarus, Steinthal, Le Bon, Tarde, Lombroso, Sghele…). Hablamos de una personalidad nerviosa, frenética, alterada o alienada, desequilibrada.


Hay que hacer notar antes de proseguir con el comentario que en este punto del texto, al inicio del segundo párrafo, Simmel ha ejecutado un salto de plano digno de atención. En el primer párrafo ha hablado de la lucha histórica entre el individuo y las fuerzas externas. En el segundo, comienza hablando de la personalidad de los individuos en las grandes ciudades. ¿Cuál es el objetivo de este análisis? Auscultar, siguiendo la metáfora de Nietzsche, el estado de la «vida específicamente moderna», de la cultura moderna, desde una perspectiva filosófica rayana con la sociológica (y ésta con la psicológica).


¿Por qué según Simmel la personalidad del urbanita es típicamente frenética, nerviosa? ¿Por qué según Simmel, y tal y como podemos evidenciar si salimos a las calles de cualquier gran ciudad contemporánea, el individuo urbanita actúa socialmente desde la inquietud, la velocidad, la falta de serenidad (como denunciará Heidegger en 1955), la indiferencia, el desapego y la cosificación?


La respuesta que da es de naturaleza psicológica. A juicio de Simmel, el ser humano es «un ser de diferencia; es decir, su conciencia es estimulada por la diferencia entre la impresión del momento y la anterior» (12). La conciencia del ser humano opera, dice Simmel recordándonos mucho a Hume y a los empiristas británicos, a través de la aprehensión de estímulos. Digamos que la experiencia humana se compone y articula según estímulos percibidos por los distintos sentidos, desde los cuales tales estímulos llegan a la mente bajo la forma de fenómenos o percepciones simples y compuestas. De estos fenómenos y percepciones resultan las ideas y los conceptos.


Que el ser humano sea un «ser de diferencias» significa que su capacidad intelectiva, e incluso sensorial, está marcada por la aprehensión de diferencias entre impresiones, no de las impresiones mismas. Puesta esta hipótesis[3], puesto que el individuo construye su conocimiento a partir de las diferencias de intensidad y duración entre la multiplicidad de estímulos que recibe, sucede a juicio de Simmel que en la gran ciudad el individuo tiene que hacer frente a un flujo incesante de impresiones cada vez más intensas y cada vez más fugaces. Este torpedeo de estímulos amenaza, como en su día amenazaron las bestias salvajes al hombre de Atapuerca, la integridad psíquica, intelectiva, afectiva y espiritual del urbanita moderno.


Basta, de nuevo, con que uno salga a las calles de una gran ciudad. Que salga a la Gran Vía madrileña o a las Ramblas de Barcelona: masas de gentes y gentes anónimas que caminan en un casi perfecto orden caótico guiadas por calzadas, semáforos y señales, coches, bicicletas, motocicletas y recientemente patinetes eléctricos constituyen los ríos de aguas salvajes que limitan el paseo de los viandantes; hay, en muchas de estas grandes ciudades (no digamos Nueva York, Tokio, Nueva Delhi…) grandes pantallas digitales con noticias y anuncios a todo color que dejan en ridículo los sueños distópicos de películas como Blade Runner 2049 o Minority Report. No digamos ya los escaparates cada vez más amplios y abarrotados (¡qué barroco todo!), los diversos tipos anímicos que fugazmente captan nuestra atención (el vagabundo, la prostituta, el compro-oro, el malabarista, los músicos, el mimo…).


Al individuo no le queda otra, ante esta marabunta de estímulos peligrosos, como decimos, para su salud espiritual («salud mental» le decimos hoy día), que protegerse. Tiene que desarrollar mecanismos de defensa que, a la vista de la naturaleza psicológica del argumento del que partimos, pasa por una transformación de su modo de concebir la realidad, el mundo, la vida social, a los otros individuos.


Esa protección espiritual o psicológica que el individuo tiene necesariamente que desplegar para sobrevivir, como históricamente se ha sobrevivido a las catástrofes naturales, a las bestias, a los dioses y a los totalitarismos, es la «intelectualización de la vida»: «Ello explica, sobre todo, el carácter intelectualista de la vida anímica de las grandes ciudades frente a la de las pequeñas ciudades, que apunta más bien al sentimiento a las relaciones afectivas. […] Para hacerse cargo del cambio y oposición de los fenómenos no necesita de los sacudimientos y de la conmoción interna, que es lo único que permite al tradicional sentimiento el moverse al mismo ritmo de los fenómenos. De esta manera, el tipo del habitante de la gran ciudad –que naturalmente está sujeto a miles de modificaciones- se crea una especie de órgano protector contra el desarraigo con que lo amenazan las corrientes y discrepancias de su medio ambiente: en lugar de reaccionar con el sentimiento, lo hace con el entendimiento que le proporciona el aumento de la conciencia que creara la misma causa, la prerrogativa del alma. De esta manera, la reacción ante aquellos fenómenos es desplazada al órgano síquico menos sensible, más apartado de las profundidades de la personalidad» (12).


Aquí hay que detenerse a explicar un par de asuntos. En primer lugar, Simmel ha introducido el modo de vida o el estilo de vida rural como opuesto al estilo de vida urbano (que recordemos ha fijado como criterio de la vida moderna o de la cultura moderna). Con esta dialéctica entre la vida urbana y la vida rural, o mejor, entre la vida en las grandes ciudades modernas y la vida entre los pueblos y las pequeñas ciudades del pasado (que los pensadores románticos, a partir de los ilustrados franceses, en especial de Rousseau, reivindicaron en absoluta oposición a una vida moderna que entonces se cifraba en el industrialismo y el mecanicismo), Simmel retoma la distinción, hoy clásica, planteada por el también sociólogo Ferdinand Tönnies en Gemeinschaft und Gessellschaft (1887)[4].


La vida urbana se corresponde con el concepto o tipo ideal (Idealtypus) de la Gessellschaft o «asociación», mientras la vida rural se corresponde con el de Gemeinschaft o «comunidad». «Comunidad» es el concepto con el que Tönnies designa la vida en las sociedades primitivas, o en las zonas rurales, en las que como vimos con Simmel hay una relación íntima entre los individuos, dado que son pocos y están muy unidos entre sí. Es un tipo de vida social armónico, cuyas normas se basan en las costumbres de la sociedad y cuyas decisiones, sea para sancionar, sea para recompensar, o sea para organizar la vida social, se toman comunitariamente. Por eso último dice Tönnies que la vida comunitaria se asemeja a un comunismo primitivo y familiar, regido por una economía de carácter autosuficiente, agrícola y artesanal.


Por otro lado, «asociación» designa el tipo de vida social moderno, en de las grandes metrópolis industriales y financieras, en las que las vidas de los individuos están férreamente sujetas a las normas y legislaciones abstractas de la burocracia y la administración contractual. Si antes encontrábamos que las normas sociales se deciden comunitariamente, al modo de pequeñas asambleas, ahora son determinadas por órganos especializados y según directrices impersonales, universales. Si a la comunidad corresponde un comunismo primitivo y una economía primaria, a la asociación le corresponde un socialismo complejo (o un entramado estatal-administrativo complejo) y una economía comercial, industrial y financiera apoyada por la colaboración de las técnicas y las ciencias.


La distinción entre la comunidad y la sociedad ha servido como plataforma metodológica desde la que poder diferenciar, tarea no fácil por cierto, la Sociología urbana de la Ecología urbana. Mientras la Sociología urbana se ocuparía de las sociedades desde un punto de vista comunitario, la Ecología urbana lo haría desde la perspectiva societal, entiendo claro que las grandes ciudades contemporáneas incorporan tanto elementos propios de la vida comunitaria (pensemos por ejemplo en los guetos o barriadas, donde viven grupos sociológicos muy cohesionados entre sí y cerrados prácticamente a los demás) como de la vida societal (la organización de muchas agrupaciones típicamente modernas adquieren un carácter puramente instrumental y objetivo, donde el conocimiento personal de los miembros queda prácticamente excluido), como ha expuesto Emiliano Torterola en «Lazo social y metrópolis. La comunidad en los orígenes de la sociología urbana: Georg Simmel y Robert E. Park» (2012).


Como la vida comunitaria de las pequeñas ciudades o de los pueblos se basa fundamentalmente en el conocimiento personal entre todos los habitantes, es decir, como todos los habitantes de un pueblo o una pequeña ciudad se conocen entre sí, se encuentran por la calle y paran la marcha para saludarse o charlar, como en las pequeñas ciudades hay menos estímulos y son menos intensos que los de la gran ciudad, el aparato sensorial del individuo rural está mucho más protegido de la sobreexcitación que el del urbanita. Por eso, explica Simmel, el individuo de la pequeña ciudad responde sentimentalmente, porque no teme la expresión de sus sentimientos, porque tiene un trato afectivo con el otro. El individuo urbanita, que a lo largo de un día cualquiera se encuentra con mucha gente que aquél, y precisamente porque se encuentra con mucha más gente, no puede expresar con total libertad sus sentimientos, su personalidad más auténtica.


Necesita protegerse, es decir, proteger su personalidad, no exponerla ante cada estímulo, no dejarse llevar, controlarse para sobrevivir en la selva de asfalto. Como el intelecto es anímicamente más superficial que el sentimiento, por ser también lo más superior y diferencial de la psique humana, el urbanita responde a los estímulos externos, sean de la naturaleza que sean, a través de aquél, esto es, intelectual, racionalmente. Digamos, en términos weberianos, que su personalidad se burocratiza. Responder sentimentalmente es responder desde lo más profundo de uno mismo, sacando a la luz quiénes somos realmente. El urbanita no se puede permitir eso.


Cualquiera de las llegadas de Paco Martínez Soria a la gran ciudad en sus muchas películas da buena muestra de la escena que describe Simmel. El ruralita que llega a la gran ciudad desea, porque esa es la estrategia que encuentra para sobrevivir en un entorno que le resulta hostil, contacto personal, desea intimar, que alguien pase de desconocido a aliado en su lucha contra la urbe. Por eso se muestra simpático, abierto, afectivo. El individuo urbanita se encuentra con este ruralita y pasa de largo; tiene demasiada prisa, los horarios son demasiado estrictos y las distancias demasiado largas. Para otro día, si eso. Reacciona, decíamos, intelectualmente. O lo que es lo mismo, cuantitativamente, frente al trato cualitativo del ruralita:


«Todas las relaciones afectivas de las personas se basan en la individualidad de estas últimas, mientras que las relaciones intelectuales calculan con las personas como se calcula con números, como si fueran en sí mismos elementos indiferentes, que sólo tienen un interés de acuerdo con su rendimiento objetivamente mensurable –al igual que el habitante de la gran ciudad calcula con sus proveedores y compradores, sus sirvientes y, a menudo, con las personas con las que mantiene contacto social obligatorio, a diferencia del círculo pequeño, en el que el inevitable conocimiento de las individualidades crea, de una manera igualmente inevitable, un tono afectivo en el comportamiento, que va más allá de la mera ponderación objetiva de prestación y contraprestación» (13).


Una de las causas principales de la intelectualización de la vida en el entorno urbano es, como ya explicó en Filosofía del dinero, la conversión o mejor la consolidación de la gran ciudad como la sede de la Economía del dinero. La intelectualización de la vida social urbana se puede interpretar, a juicio de Simmel, como un proceso de objetivación o cosificación de las personas semejante al proceso de cuantificación de las mercancías que posibilita la imposición del dinero como medio para la medida de cosas de naturaleza heterogénea que se quieren comparar para el intercambio económico.


Desde la óptica del individuo como sujeto social, la economización, cosificación o mercantilización de las relaciones sociales, cuyo objetivo recordemos no es otro que facilitar la vida en la gran ciudad, produce la patología psicológica de la indiferencia hacia todo lo individual o cualitativo. Así, el individuo del intelecto es la traducción psicosocial del homo economicus que busca en la individualidad lo que de común alberga para reducirlo a una medida mensurable; dicho de otro modo: la persona individual no interesa por su especificidad, por lo que ella tiene de diferente a las demás, por su personalidad más íntima, sino por su común superficialidad, por lo que en ella hay de cuantificable, por lo que representa para la sociedad (el rol, la función).


La imposición del dinero como «gran Dios» de las sociedades modernas hace que la vida social adopte la misma lógica instrumental que la que se aplica en la vida económica y la vida administrativa: de lo cualitativo a lo cuantitativo, del valor de uso al valor de cambio. Sin perjuicio de lo anterior, Simmel no es capaz de demostrar cuál es la dirección de esta relación de causalidad:


«Y esto se encuentra en una relación recíproca tan notoria y estrecha con la economía del dinero que domina en las grandes ciudades y que ha desplazado a los últimos restos de la producción propia y del intercambio directo de productos, reduciendo día a día el trabajo con los clientes, que ya nadie podría decir a ciencia cierta si fue aquella actitud anímica intelectual la que provocó la economía del dinero o si ésta fue el factor condicionante de aquélla. Lo que es seguro es sólo que la vida de la gran ciudad es el campo más fecundo para esta acción recíproca» (13-14).


El individuo urbanita, intelectualizado e intelectualizador, es decir, reducido a mercancía y reductor a valor de cambio de todo cuanto se encuentra en su camino, no es capaz de entablar relaciones personales, afectivas, sentimentales, porque éstas requieren del reconocimiento del otro como un tú, es decir, como una individualidad diferente a todas las demás, y no como mera mercancía, como mero instrumento o como instancia objetiva mediante la cual lograr los propios intereses. Nótese el contraste, de nuevo, con la afectividad del habitante de la pequeña ciudad. Aunque, atención, Simmel advierte de la posibilidad de encontrar situaciones muy concretas en el entorno urbano en la que sí se desarrollan lazos comunitarios, rompiendo así con la crítica excesivamente pesimista y nostálgica tan propia del romanticismo.


La analogía entre las relaciones económicas y las relaciones sociales es posible gracias a la aplicación, al campo de la Sociología, de una idea rayana con el campo de la Economía política: la idea de Interacción, que es básica en el desarrollo de la teoría sociológica simmeliana y que a la postre dará lugar a la escuela del Interaccionismo simbólico, de la que Simmel es una importante referencia (ver por ejemplo el artículo de Donald Levine «Simmel and Parsons reconsidered», 1991). Como proceso de intercambio que es, una relación económica implica reciprocidad entre el vendedor y el comprador. Una reciprocidad, en origen, fundada en la cercanía: vendedor y comprador se reúnen en un mercado para negociar el precio de venta o de compra de los productos. En efecto, la cercanía absoluta, ahora ya casi un caso límite más que una realidad empírica, se reconoce en los trueques, formas arcaicas de Economía o de intercambio económico.


Pero en la actualidad ya no hay vendedor ni comprador, sino una industria productivo-comercial por un lado y una masa de demanda completamente objetiva. Por poner un ejemplo concreto: ya no hay un zapatero que produzca calzado para sus clientes, con respecto a los cuales tiene generalmente una relación afectiva o de trato personal, sino una gran industria de calzado (deslocalizada, para más inri), y una demanda objetiva (y digitalizada, para más inri) de consumidores que no conocen personalmente ni a quienes producen los zapatos que consumen ni a quienes los venden, por mucha asesoría que de ellos puedan solicitar. Por eso la moderna Economía de mercado, más aún la modernísima Economía bursátil y financiera (¿qué pensaría Simmel, me pregunto muchas veces, si hubiese vivido el tiempo de los bitcoin y la gran especulación de los lobos de Wall Street?), tienen tanta capacidad de movilidad y expansión; las relaciones personales no suponen para ellas distracción alguna.


El espíritu de la modernidad, dice Simmel, es un espíritu calculador, burocrático. A ello han contribuido las ciencias naturales en el ámbito teórico, con su pretensión de reducir todos los fenómenos físicos y naturales a hechos cuantificables (Positivismo y Neopositivismo), y la Economía del dinero en el ámbito práctico; todo, hasta las relaciones sociales y personales, se calcula. Aunque esta situación sea por supuesto ciertamente trágica, dramática digamos, Simmel, lo mismo que Weber al reflexionar sobre la burocracia, piensa que tal cuantificación es necesaria y positiva. Es necesaria como necesaria es la indiferencia entendida como mecanismo de protección sensorial e intelectiva del individuo urbanita moderno. Y es positiva porque garantiza la gestión de la multiplicidad ingente y heterogénea de elementos que interactúan constantemente en la gran ciudad:


«Si repentinamente, todos los relojes de Berlín comenzaran a funcionar en total desacuerdo, aún cuando hubiese un margen de sólo una hora, toda la vida económica y de relación quedaría radicalmente perturbada por largo tiempo. A esto se agrega algo que aparentemente es sólo externo: la magnitud de las distancias que convierte a toda espera y a toda cita no cumplida en una palabra insoportable de tiempo. Así pues, la técnica de la vida en la gran ciudad no es concebible si todas las actividades y relaciones recíprocas no están ordenadas con la mayor puntualidad, dentro de un esquema temporal suprasubjetivo» (14).


La indiferencia es, a juicio de Simmel, el fenómeno característico de la vida anímica en la gran ciudad, la patología del urbanita moderno. Surge como consecuencia de la proliferación de estímulos cada vez más efímeros, intensos y recíprocamente opuestos entre sí, que obliga al individuo a intelectualizar sus respuestas a efecto de mantener a salvo su interioridad[5]. Cuanta más intelectualidad, esto es, más desarrollo de las capacidades facultades intelectuales, más indiferencia.


Simmel capta la personalidad del individuo como si de una sucesión de círculos concéntricos se tratase. El círculo de diámetro más amplio, es decir, el círculo exterior, representa las facultades y capacidades anímicas más desarrolladas, que requieren de un mayor refinamiento o de mayor formación intelectual. El círculo interior, de diámetro más pequeño, representa la parte sentimental, afectiva o emocional del ser humano, que como también proponen Freud o Le Bon al respecto de la psicología de las masas es el estrato anímico más primitivo y por ello más común entre los seres humanos.


De este modo, cuando el individuo responde intelectualmente a los estímulos externos, por el miedo a la afección que éstos puedan causarle, está respondiendo con la parte más externa de su personalidad. La actividad nerviosa del individuo está desgarrada, hasta el punto de que ésta ya no puede realizar respuesta alguna, mucho menos afectiva. Nadie se estremece cuando dos vehículos colisionan en una gran ciudad, o cuando se escuchan disparos, o cuando vemos decenas de mendigos pidiendo en las calles cada día.


¿Por qué este desgarro anímico, que se traduce en las relaciones interpersonales en indiferencia y apatía? Porque el individuo urbanita no es capaz de controlar la energía con la que responde a la creciente cantidad de estímulos externos. Es, pensémoslo así, como un perro rabioso que se ha quedado afónico de tanto ladrar a las visitas: «La incapacidad, que así surge, de reaccionar con la adecuada energía frente a los nuevos estímulos, es precisamente aquella indiferencia que muestra todo niño de una gran ciudad en comparación con los niños de ambientes más tranquilos y sujetos a menos cambios» (15).

Si buscamos la aplicación de esta tesis a nuestro contexto actual, la indiferencia o la apatía que explica Simmel se reconoce perfectamente en el aislamiento al que está sometido el urbanita contemporáneo. Según numerosos estudios, en las grandes ciudades cada vez hay más gente sola, sin amigos o con muy pocos y escasamente íntimos. Cada vez son más los ancianos y las ancianas que mueren solos en sus hogares, como buena prueba de ello nos ha dado la pandemia. Cada vez son más los jóvenes y los no tan jóvenes que deciden no tener hijos (motivados quizá por los problemas estructurales de nuestras sociedades capitalistas), o que directamente deciden no tener siquiera pareja (fenómeno hikikomori o fenómeno incel).


La indiferencia, que no es sino «insensibilidad frente a las diferencias», significa que el individuo no es capaz de percibir el valor o el sentido de irrepetibilidad de las cosas, de las situaciones cotidianas (amedrentadas por la correa cruel de los horarios y contratos), y sobre todo de las personas, de las que solamente percibe ya grises y homogéneas apariencias. Es exactamente el mismo proceso de reducción cuantitativa que el dinero practica respecto de las mercancías y sus productores o consumidores; volvemos a la misma tesis: la cuantificación de lo cualitativamente distinto que la Economía del dinero prescribe como norma fundamental de la vida moderna es la responsable de esta dificultad axiológica que Simmel detecta en el urbanita de su tiempo:


«Ante el indiferente se presentan [las cosas mismas] bajo una uniforme, opaca y gris apariencia, de manera tal que no parece tener ningún valor preferir unas a otras. Este talente anímico es el reflejo fiel de una economía del dinero que se impone totalmente; el dinero, al sopesar de la misma manera toda la variedad de las cosas, al expresar todas las diferencias cualitativas entre ellas mediante la indiferencia del “cuánto”; al convertirse el dinero, con su descolorida indiferencia, en común denominador de todos los valores, se transforma en el más terrible de los niveladores, elimina el núcleo de las cosas, las priva irreparablemente de su peculiaridad, de su valor específico, de su incomparabilidad. Todas ellas fluyen, con el mismo peso específico, en la corriente monetaria en permanente movimiento, todas están en un mismo nivel y se diferencian entre sí, tan sólo por el tamaño de la superficie que ocupan. En el caso particular, esta coloración, o mejor dicho esta decoloración de las cosas puede ser irreconociblemente pequeña a través de su equivalencia en dinero; pero en la relación que el rico tiene con respecto a las cosas que son adquiribles con el dinero, quizás también en el carácter total que el espíritu público confiere a estos objetivos, se convierte en una magnitud perfectamente apreciable» (16).


Al nivel de las relaciones sociales, es decir, en el plano estrictamente sociológico y no ya psicológico o psicosomático, la influencia de las estructuras urbanas en el individuo estimula la aparición de una actitud, patológica, de reserva. El individuo se reserva, es decir, reserva su identidad personal, en sus relaciones con los otros. Reserva necesaria, o mejor, reserva como mecanismo de defensa ante el incesante desfile de personas con las que un individuo se cruza cada día:


«Si en el permanente contacto externo con innumerables personas tuvieran que dar respuesta con tantas reacciones internas como en la pequeña ciudad en la que se conoce casi a todas las personas con quienes uno se encuentra y con cada una de las cuales se tiene una relación positiva, quedarían internamente atomizados y caerían en un estado anímico verdaderamente inconcebible. En parte esta circunstancia psicológica, en parte el derecho a ser desconfiados con respecto a los contactos fugaces y transitorios que tenemos con los elementos de la gran ciudad, nos obligan a aquella reserva que nos hace que ni siquiera conozcamos de vista a nuestros vecinos de años, actitud que, ante los ojos del habitante de la pequeña ciudad, se presenta como fría y desprovista de todo sentimiento» (17).


Sin perjuicio de la descripción que hace de esta actitud, y de las connotaciones negativas o peyorativas que ésta incluye, descripción que por otro lado puede ser discutida (cosa que Simmel, lo mismo que Ezra Park, no niega; ambos admiten la posibilidad de lazos comunitarios o comunales en el seno de la gran ciudad; lo que ponen de manifiesto es el carácter excepcional que tienen estas relaciones), Simmel, que como Marx es un sociólogo del conflicto (lo mismo que, siguiendo a estos dos, Lewis Coser), señala que «lo que aquí aparece inmediatamente como disociación es, en realidad, sólo una de sus formas elementales de socialización» (17).


Es decir, que Simmel piensa que los conflictos y confrontaciones inter-individuales o inter-grupales redundan en el desarrollo y crecimiento de la sociedad; son funcionales, tienen una función socializadora que quizá no podamos constatar en el momento en que surge con toda su intensidad, pero que existe. Esto es muy similar a lo que defendía Marx sobre la necesidad histórica de la oposición entre las clases poseedoras y las clases trabajadoras, oposición que es en sí misma el «motor de la historia». La guerra, podemos postular, es un conflicto que contribuye más que la paz al desarrollo de las sociedades humanas en la Historia.


La reserva tiene también, según decimos, un aspecto positivo, regresando al nivel de la persona individual, porque le da al individuo un espacio de libertad nunca antes experimentado. Simmel, que es amante de la libertad antes que ninguna otra cosa, que teoriza sobre la libertad y el individualismo en cada uno de sus escritos, explica esta tesis sobre la sinergia entre reserva y libertad a partir de una teoría espacial de los círculos sociales (parte de lo que se conoce como Sociología formal o Sociología del espacio; Sociología geométrica): imaginando los grupos sociales como círculos de mayor o menor diámetro, Simmel sostiene que cuanto más amplios son los diámetros de los círculos sociales, es decir, cuanto más crecen, la presión sobre el individuo tiende a disminuir. Conforme un grupo social crece su cohesión social interna disminuye, y el individuo encuentra un mayor margen de movimiento dentro de él. Por otro lado, este proceso garantiza o posibilita la aparición, dentro del círculo, de pequeños subgrupos donde tienen cabida los lazos comunitarios de la vida urbana:


«El espacio más primitivo de las formaciones sociales que se encuentra tanto en las de la historia pasada como en las que se constituyen en la actualidad es este: un círculo relativamente pequeño, fuertemente cerrado frente a los otros círculos próximos, extraños o, de alguna manera, antagónicos pero, en cambio, con una estrecha unión en sí mismo, que permite a los miembros individuales sólo un pequeño campo de acción para el desarrollo de sus cualidades peculiares y para movimientos libres y auto-responsables. Así comienzan los grupos políticos y familiares, las formaciones partidarias, las comunidades religiosas; la autoconservación de asociaciones muy jóvenes exige una delimitación estricta y una unidad centrípeta y, por lo tanto, no puede conceder al individuo ninguna libertad y peculiaridad en el desarrollo interno y externo» (18).


O también, en la misma página: «Cuanto más pequeño es el círculo que constituye nuestro ambiente, tanto más limitadas son las relaciones con los demás cuando ellas aspiran a liberarse de estas limitaciones, con tanto mayor temor controlan las acciones, la vida, las convicciones del individuo, con tanta mayor rapidez la peculiaridad cuantitativa o cualitativa puede rebasar los marcos del todo» (18).


En la gran ciudad el individuo asume un mayor margen de libertad que en las zonas rurales y las pequeñas ciudades, pero, como su reverso, siente también una mayor soledad y menor protección. La libertad se paga con falta de seguridad, angustia, ansiedad y miedo: «Obviamente, el reverso de esta libertad es la sensación de soledad y abandono que uno suele sentir precisamente dentro de la muchedumbre de la gran ciudad; pues aquí tampoco es, de ninguna manera, necesario que la libertad de los hombres se refleje como bienestar en su vida sensitiva» (19).


La gran ciudad, cuyos grupos sociales tienen diámetros hipertrofiados que conceden amplios márgenes de libertad y movilidad a los individuos, la gran ciudad que es la sede del dinero y por lo tanto también del trabajo y del éxito comercial y empresarial, es la sede del cosmopolitismo. Como las barreras físicas de la gran ciudad se han diluido, no existen «dentro» ni «fuera», «nosotros» y «ellos», como sí existen por ejemplo en las naciones o en los pequeños pueblos. Sociológicamente esto es importante porque implica que las relaciones sociales ya no están mediadas o determinadas por la distancia, sino por los intereses que los individuos ponen en ellas:


«La esencia más importante de la gran ciudad reside en esta magnitud funcional que va más allá de sus límites físicos: y esta eficacia tiene también un retroefecto y le otorga a la gran ciudad su vida, significación e importancia, su responsabilidad. Así como el hombre no termina en los límites de su cuerpo o de la circunscripción administrativa que recorre en virtud de su propia actividad, sino tan sólo en la suma de los efectos que temporal y espacialmente surgen de él; así también una ciudad está constituida por la totalidad de los efectos que van más allá de su vecindad inmediata. Esta es su verdadera dimensión, en la que se expresa su propio ser» (20).


Asimismo, la gran ciudad también es sede de la división del trabajo, porque en la competencia por la supervivencia los individuos luchan contra la propia ciudad, según decimos, pero también contra otros individuos. La supervivencia en el mundo moderno, piensa Simmel, es más difícil que nunca. Cada individuo debe buscar su lugar en el circuito social-económico. Y si bien es cierto que esta situación puede ser problemática en un contexto de crisis económica, las grandes ciudades ofrecen innumerables oportunidades de éxito laboral porque los trabajos que en ella se desarrollan están especializados. Lo cual también significa, claro, que para su desempeño se requiere de una cierta formación.


La división del trabajo y la obligación de buscarse un sitio en la selva de asfalto favorece el refinamiento de los individuos, cada vez más interesados en diferenciarse de los demás a través del desarrollo de sus cualidades y facultades: «La necesidad de especializar las tareas y rendimientos, a fin de encontrar una fuente de ganancias aún no agotada, una función que no sea fácilmente sustituible, impone diferenciación, refinamiento, enriquecimiento de las necesidades del público, que evidentemente tienen que conducir a crecientes diferencias personales dentro de este público» (21).


En la gran ciudad se pueden observar dos tendencias completamente opuestas, pero fundadas en el mismo fenómeno: la funcionalización del carácter para la supervivencia, según lo indicado en el párrafo anterior, y la hiper-exposición de la personalidad a través de la adopción de modas extravagantes. El no querer sobresalir y el hacerse notar como las dos posibilidades de conciencia social urbana. Sin perjuicio de lo anterior, a Simmel le parece que la primera tendencia, la de la funcionalización del carácter o la adopción del rol social como verdadera imagen social, es la más predominante.


Una de las principales causas de la búsqueda de una identidad personalísima y perfectamente diferenciada en su individualidad es el triunfo del espíritu objetivo sobre el espíritu, o mejor, los espíritus subjetivos. Dicho de otro modo, el triunfo de la técnica, de la burocracia, de la administración, de la política y de la economía sobre las vidas de los individuos:


«Sin embargo, la razón más profunda por la cual la gran ciudad tiende a estimular una existencia personalísima –sin que ahora importe si tiene o no éxito- parece que es ésta: el desarrollo de la cultura moderna se caracteriza por la supremacía de aquello que podría llamarse el espíritu objetivo, sobre el espíritu subjetivo, es decir, tanto en el lenguaje como en el derecho, en la técnica de producción como en el arte, en la ciencia como en los objetos de la vida doméstica, está personificada la suma del espíritu, cuyo crecimiento cotidiano es seguido a distancia y de manera sólo muy imperfecta, por el desarrollo espiritual de los sujetos. Se suele no tener en cuenta, por ejemplo, la inmensa cultura que desde hace siglos se personifica en cosas y conocimientos, instituciones y confort de vida; pero si se compara el progreso del individuo durante el mismo lapso –por lo menos en los estratos superiores- resulta una terrible diferencia de crecimiento entre ambas culturas y, en algunos puntos, hasta un retroceso de la cultura del individuo en lo que respecta a espiritualidad, ternura, idealismo. Esta discrepancia es fundamentalmente el resultado de la creciente división del trabajo. En efecto, ésta exige del individuo una tarea cada vez más unilateral, cuya realización máxima suele conducir a una atrofia de la personalidad total del individuo. En todo caso, el individuo está cada vez en peores condiciones para hacer frente a la hipertrofia de la cultura objetiva. Quizás menos consciente que en la praxis y en el conjunto oscuro de sentimientos que de ella surgen, el individuo es reducido a una quantité négligeable, un polvillo, frente a la inmensa organización de cosas y poderes que le sacan de la mano todo progreso, espiritualidad, valores, a fin de conducirlo de la forma de vida subjetiva a la de una puramente objetiva» (22).


El conjunto de los artefactos y las técnicas que conforman la cultura objetiva se ha hipertrofiado, lo que a su vez ha provocado la atrofia de la cultura subjetiva, de la formación del espíritu humano, incapaz ya de seguir el ritmo de desarrollo de aquélla. A esta resolución de la dialéctica constitutiva de la cultura por la vía progresiva de la cultura objetiva le llama Simmel «tragedia de la cultura moderna». No «tragedia de la cultura», sino de la cultura moderna, porque es la modernidad la época histórica en la que este desfase entre lo objetivo y lo subjetivo ha alcanzado, por los procesos y emergencias típicamente modernos, una naturaleza verdaderamente trágica.

Aunque Simmel encuentra en la división del trabajo y otras estructuras algunas causas de la atrofia subjetiva, piensa, y esto también será defendido por Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, que es en parte una atrofia auto-impuesta; una época tecnificada como la que vivimos invita a la relajación, a la tranquilidad, a la exigencia de satisfacción inmediata de necesidades artificiales, de confort y de bienestar. El individuo se borra en su actividad productiva, y se reduce a mero consumidor de productos para su bienestar.


Para terminar, Simmel vuelve a referir a la diferencia entre lo que define como un individualismo ilustrado, que hace de lo universal lo específico del individuo humano, y el individualismo romántico, que pone en el propio individuo, en su identidad irrepetible, su diferencia. Y ambos tipos de individualismo encuentran en la gran ciudad moderna el escenario idóneo para su lucha.



[1] Edición de Rafael Gutiérrez Girardot, Discusión II. Teorías sobre los sistemas sociales, 1978, Barcelona, Barral. [2]Se tiene constancia de que Weber leyó Filosofía del dinero en 1902, y de que la idea del dinero allí expuesta le inspiró para el desarrollo de su teoría de la burocracia. El propio Weber reconoció la influencia que el capítulo VI ejerció en su obra posterior a 1902. Aunque, tal y como indica Francisco Gil Villegas, en 1920 Weber criticará la vinculación fuerte que Simmel operó entre el capitalismo y la economía monetaria (faltándole, suponemos, a tenor de la temática de su obra a partir de 1905, una explicación del primero desde una perspectiva religiosa). En 1908 también se propuso una crítica de las obras simmelianas que nunca llegó a completar. [3]Que además de vinculada al empirismo británico también parece tener un fulcro de evidencia científica. La idea del hombre como un “ser de diferencias” tiene mucha relación con la “ley de las energías sensoriales específicas” planteada en 1838 por Johnannes Müller, cuya primera tesis (de las diez que componen la ley) determina que las impresiones o sensaciones no dependen tanto de las causas externas, de los objetos empíricos, como de la excitación de los nervios de cada órgano sensorial. Una excitación, completará Simmel, que se produce en el cambio entre impresiones. [4] Tönnies fue, junto a Simmel, Weber y Sombart, uno de los primeros teóricos de la sociedad en el contexto alemán y uno de los fundadores de la Asociación Alemana de Sociología, de la que fue presidente desde 1909 hasta 1933, siendo sustituido en el cargo por Sombart. [5]La progresión en velocidad, intensidad y fugacidad de estímulos, que Simmel aplica al desarrollo de la vida urbana moderna, sirve perfectamente como parámetro para analizar el desarrollo de las redes sociales desde Facebook hasta Tik Tok.

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