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El «Estado terapéutico» y la patologización de la subjetividad ciudadana.

Esta entrada también podría haberse titulado: «Contra el mito de la salud mental».

 

En el año 1963 el psiquiatra húngaro Thomas Szasz (1920-2012) publicaba el libro Law, Liberty and Psychiatry: An Inquiry into the Social Uses of Mental Health Practices, donde acuñó el concepto «estado terapéutico». Años más tarde, dicho concepto fue recuperado por el sociólogo James Nolan en The Therapeutic State: Justifying Government at Century`s End.


El citado Szasz también es el autor de otras dos obras que ilustran, con sólo atender a sus rótulos, el sentido explícito del concepto que nos ocupa en la presente entrada: El mito de la enfermedad mental (1961), donde emprende un ataque contra la Psiquiatría como «actividad seudomédica», y The Therapeutic State (1984), donde retoma las ideas desarrolladas en las décadas de los cincuenta y los sesenta.


El Therapeutic State es la forma actualizada (de acuerdo con el estado de evolución de las ciencias, técnicas y tecnologías a finales del siglo pasado) del Welfare State. El «Estado de Bienestar», del que existen antecedentes que datan del siglo XVII (Ley de Pobres de Inglaterra) y del siglo XIX (Leyes fabriles de 1833, estipulación de la jornada laboral de 10 horas en 1847), y que es una consecuencia política de las transformaciones industriales y económicas sufridas en las sociedades occidentales, sobre todo en la inglesa y posteriormente en la alemana, encuentra en el periodo de entreguerras su momento de máxima consolidación.


Lo anterior, como suele suceder, no es casual: el «crac del 29» fue una crisis económica y financiera que hundió las principales economías mundiales y que, esto es lo más importante, las teorías económicas de carácter liberal del momento no supieron ni predecir ni controlar. Hubo de ser J.M. Keynes, quien había formado parte de la Conferencia de Paz de París de 1919 (donde se acordaron las condiciones de la paz tras la Gran Guerra, y donde denunció precisamente el trato abusivo que se le dio a Alemania), quien propusiese una nueva teoría de las crisis: las crisis son inherentes al sistema capitalista de mercado, y la única solución posible dentro de este sistema es el planteamiento de una política estatal intervencionista.

Nace así la teoría o el modelo del «Estado de bienestar», como medio para compensar la asimetría de las relaciones de poder entre el capital (élites económicas) y el trabajo (clase obrera, sindicatos, partidos socialdemócratas). Un modelo político-económico que alcanzó su momento de máximo esplendor desde los años cincuenta, una vez finalizada la IIGM, hasta la década de los setenta.


Al auge del modelo bienestarista-estatal contribuyeron, a mi juicio, tres hechos. En primer lugar, la necesidad de reconstrucción de las economías nacionales tras el esfuerzo bélico; en segundo lugar, el «miedo al rojo» que se extendió por occidente y que movilizó a los diferentes gobiernos nacionales a desarrollar medidas políticas, económicas y laborales que mantuviesen tranquilas a las masas obreras, que ahora veían en la URSS su aliado contra los patronos capitalistas; y en tercer lugar, el Plan Marshall orquestado desde los Estados Unidos de América por el secretario de Estado George Marshall, consistente en un paquete de ayudas económicas a las naciones europeas a cambio del sometimiento al control estadounidense de sus economías nacionales y del compromiso para el diseño de un mercado europeo común (por no hablar de la instalación de bases militares que cercasen el posible avance de las fuerzas soviéticas).


Desde la teoría bienestarista se entiende, en contraposición con las teorías liberales del «Estado mínimo», que para el correcto funcionamiento de la Economía y su equilibrio con el progreso social es necesaria la intervención del Estado. Sus principales características a este respecto son: intervención estatal sobre la economía nacional, regulación de las relaciones laborales, y prestaciones sociales universales (es decir, no exclusivas de los términos productivos de la población).


El «Estado terapéutico» es la reformulación científica del «Estado de bienestar» en la medida en que se parte del mismo principio: el control político de la población, tras el desastre bélico de mediados del siglo pasado, ya no se puede ni se debe realizar a través de la fuerza militar. En el «Estado de bienestar», el control se ejerce a través de la Economía y las relaciones laborales: una población ordenada y próspera, se entiende, sólo es posible a través de la bonanza económica. ¡Qué toda la población se eleve al nivel de la clase media! ¡Todos felices, todos contentos! Y todos obedientes.


Las crisis económicas surgidas a nivel mundial desde los años setenta, en particular desde la crisis del petróleo de 1973, dificultan la realización de la promesa estatal de felicidad para toda la población. Dicho de otro modo: la circularidad de las crisis económicas desde finales del siglo XX, en especial a partir del 2008, hacen imposible que la felicidad ciudadana pueda lograrse exclusivamente a través de la intervención estatal en la Economía. Máxime en un contexto hiper-globalizado e hiper-digitalizado como en el que vivimos hoy día, y que todavía está por ofrecer sus últimas consecuencias.


¿Cómo logramos ahora el control de la población a través de la promesa, siempre falaz, por cierto, de la felicidad? Haciendo uso de la Medicina, de la Terapia, de la Psiquiatría, como defiende Szasz. La felicidad no está en la salud económica, es decir, en la prosperidad material de las familias, sino en la salud mental. Y la salud mental, por otro lado, se circunscribe completamente a la subjetividad de los individuos: que yo esté cuerdo o no depende de condiciones psicológicas, si acaso biológicas. No depende, se entiende, de condiciones sociológicas, económicas o políticas. Ahí es donde reside la trampa.


La dinámica del «Estado terapéutico» es muy clara: se crean las enfermedades mentales que condicionarán la vida social, laboral y personal de los individuos, se crea el relato sobre el carácter psicológico de estas enfermedades, y finalmente el Estado se arroga para sí la posibilidad de sanar a la población con sus instituciones, estrategias y partidas presupuestarias. Mutatis mutandis, los sociólogos clásicos de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, como Durkheim o Simmel, demostraron y denunciaron que las patologías mentales típicas del «individuo urbanita», tales como la ansiedad, la depresión o la baja autoestima (¿no son éstas, acaso, las mismas patologías que proliferan en nuestro presente en marcha?), no son sino efectos psicológicos provocados por las transformaciones sociológicas, industriales, tecnológicas y culturales que se experimentan en esa época en las primeras grandes ciudades modernas, como Berlín, Londres, Madrid o Nueva York.


¿Te sientes deprimido? ¿No te sientes realizado? ¿Sientes ansiedad social? No te preocupes, el Estado te ofrecerá los medios necesarios para que asistas a terapia, y se sanen todos tus males. No, en absoluto dichos males están provocados por la falta de perspectiva de futuro para la juventud, por la especulación inmobiliaria, por la deslocalización fabril, por los salarios bajos, por el paro crónico… Tus problemas son problemas psicológicos, que nacen y mueren en tu subjetividad. Así es como funciona la lógica terapéutico-estatal.


A continuación, y a modo de conclusión, reproduzco algunos párrafos de El dominio mental (2020) del siempre lúcido coronel Pedro Baños:


«Desde hace ya tres décadas, influyentes centros de pensamiento han intentado convencer a los Gobiernos para que apliquen políticas que convenzan a los ciudadanos de la necesidad de adoptar posturas psicológicas más emocionales que los lleven a tener un comportamiento social determinado y previsible. Lo que implica que la normalización de los enfoques psicoemocionales genera nuevos no-especialistas que erosionan la autoridad tradicional de los expertos en psicología con poderes legales y/o un rol formal, como psicólogos educativos y clínicos, psicoterapeutas y asesores. […] El Estado terapéutico se cuida muy bien de que la salud mental de la sociedad esté alienada con su agenda política, de eso no hay duda».


«Los Estados han dividido a la sociedad en un interminable abanico de identidades. Y a cada una le han asignado una disfunción psicoemocional, una victimización. En este nuevo escenario social, el Estado se arroga el derecho de tomar partido en la vida privada de las personas. No para imponer el orden social, sino como terapeuta de la psicología social […] El gobierno terapéutico nos lega ciudadanos sumidos en la introspección personal, convencidos de que son víctimas de algún tipo de vulnerabilidad».


Por último, dos párrafos con los que pretendo justificar la actualidad de esta entrada; esto es, la naturaleza terapéutica de las actuales políticas sociales del gobierno «más progresista de la historia», tendentes: 1) a la conformación de una ciudadanía introvertida, incapaz de movilización social, culpabilizada y victimizada por patologías psicológicas de origen socio-económico, pero de las que se sienten responsables; y 2) la propagación de estrategias de control social por la vía de las terapias psicoemocionales y los planes y programas de educación que priorizan las emociones de los alumnos antes que el desarrollo de sus capacidades cognitivas e intelectuales. ¿Para qué educar a ciudadanos críticos, si podemos inculcar la ideología del fundamentalismo democrático (Valores Éticos)? ¿Para qué, y aquí reside la actualidad de la entrada, transmitir la importancia de la Historia si esta es, como defienden las ideologías posmodernas, un relato que depende del contexto en que se narra, y la importancia de la Filosofía, que quedará con el tiempo reducida a terapia de grupo y expresión libre de sentimientos y emociones?


«Había comenzado la transformación psicoemocional de la sociedad. Con ella se buscaba crear ciudadanos emocionalmente débiles. Esta transformación comenzó en las escuelas y a través de las políticas públicas. En los centros escolares pronto se empezó a sugerir a los alumnos que serían marginados socialmente por tener unas u otras aptitudes. Y así se llevaron a cabo programas de inclusión, regeneración, ciudadanía y otras iniciativas educativas enfocadas a diseñar un nuevo modelo de ciudadano. Una de las líneas principales de estas nuevas políticas se apoyaba en la creencia de que la baja autoestima de las personas tenía fundamentos político-sociales».


«Los medios de comunicación occidentales muestran, casi con regocijo, las secuelas emocionales de las personas envueltas en conflictos bélicos. Como es de esperar, esto capta completamente la atención de la audiencia y facilita que los Estados puedan tomar partido en el conflicto. De la misma manera justifica el despliegue de ingentes recursos para paliar las secuelas de una sociedad traumatizada que, claramente, necesita ayuda psicológica». ¿A qué nos suena esto?...


¡Menos salud mental, y más soberanía política y económica!

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