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El suicidio, Kant y Durkheim.

En esta entrada ofrezco una reflexión sobre una cuestión que en la España de nuestro presente en marcha está en la primera línea de los grandes y pequeños medios de comunicación, incluyendo dentro de éstos, por supuesto, a las noticias publicadas en redes sociales: el suicidio.


El objetivo que persigo con esta reflexión no es otro que advertir sobre las dos vertientes en polémica al respecto de las causas (y por consiguiente, de los remedios o sistemas de prevención) del suicidio. Entenderá el lector que acuda a esta entrada con mirada hipócrita que en ella niego la importancia de la alta tasa de suicidios registrada en nuestro país, que lo considero un tema menor con respecto al cual no es preciso adoptar medidas de carácter institucional, o que no reconozco la necesidad de apostar por una salud mental pública.


Nada más lejos de la realidad; pienso que es preciso y necesario extender el abrigo que nos brinda el sistema público de seguridad social a las dolencias, enfermedades y patologías mentales o psicológicas, que el suicidio es algo a tener en cuenta, que hay que buscar y analizar sus causas, etc., etc. Lo que pienso, y es este el punto de interés de la reflexión subsiguiente, es que los parámetros desde los que se discuten todas estas cuestiones en los medios antes citados son erróneos, y que mejor nos convendría como sociedad política atender, aunque sólo sea tomar en consideración, los parámetros o la perspectiva que a continuación expongo.


Digamos que la primera perspectiva o los parámetros señalados en primer lugar se pueden asociar a la tendencia filosófico-mundana inspirada por el auge actualísimo del pensamiento kantiano (Justicia internacional, paz perpetua, fundamentalismo democrático, defensa de la conciencia subjetiva…), y la perspectiva por la que yo aquí tomo partido es la que en 1897 demostró el sociólogo francés Émile Durkheim en su trascendental obra Le suicide. Etude de Sociologie.


Estoy convencido de que, a pesar de la advertencia preliminar, no faltarán los críticos y, más aún, porque de estos estamos sobrados hoy en día, los inquisidores, los adalides de la «mala fe».


 

La reciente noticia del fallecimiento voluntario de la actriz Verónica Forqué ha vuelto a poner sobre la mesa la cuestión del suicidio y de la salud mental (tema el último que ha sido objeto de análisis público desde que el partido de Íñigo Errejón llevara al Congreso de los Diputados, para escarnio de la bancada popular, la necesidad de atender a la salud pública como un asunto estrictamente político).


Según los datos de la web de estadísticas Stadista, en el año 2020 se produjeron en España un total de 3.941 muertes por suicidio; 2.930 varones y 1.011 mujeres. Una cifra record en los últimos quince años, habiéndose registrado como cotas más cercanas 3.910 suicidios en 2014, 3.870 en 2013, 3.679 en 2017 o 3.457 en 2008. Con respecto al año 2019 se observa un aumento del 7,4%.


Según una noticia del medio digital Hufftington Post, que en esto sigue los datos de la Fundación Española para la Prevención del Suicidio, en España se producen 11 suicidios cada dos horas aproximadamente. Las Comunidades Autónomas con una tasa más alta en proporción a su población son Andalucía y Asturias; lo anterior no es algo exclusivo del año pasado, sino que ambas Comunidades son territorios que históricamente (desde 1980) superan la media nacional en lo que a suicidios se refiere.


Por último, y quizá el dato más impactante e importante de todos: el suicidio ya es la primera causa de muerte entre los jóvenes españoles. Podemos hablar de recuperación económica, de los buenos datos en la lucha contra la pandemia, del trabajo, de la educación… pero pienso que sólo a la luz de este dato hemos de mostrarnos preocupados, y de ocupados en ponerle freno.


Expuestos estos datos, que no hacen sino darle un carácter de objetividad a la preocupación social y política que despierta el suicidio en España, es momento de argumentar mi posición a este respecto.


Un rápido vistazo a las publicaciones de organismos, instituciones y particulares en redes sociales, a las noticias de los medios de comunicación digitales y en vegetal, incluso al modus operandi de la Fundación arriba citada en lo que tiene que ver con la prevención de las «crisis suicidas» (para las cuales la corte de expertos se reduce a psicológicos y «suicidiólogos», sea esto lo que sea, pero sin presencia de sociólogos), mi impresión es que públicamente (es decir, la opinión pública) se admite que las causas de los altos índices de suicidios entre los jóvenes españoles (aunque hay que tener en cuenta que la cifra más alta de suicidios por edad en 2020 se registra entre los 50 y los 54 años, quizá, digo, sólo quizá esa franja de edad que en el actual sistema laboral español sufre el denominado «paro de larga duración» o «paro estacionario») son estrictamente psicológicas, entendiendo por «psicológico» aquello que tiene que ver exclusivamente con la psique del individuo; dicho de otro modo, y adelantando lo que defenderé a continuación, con la subjetividad de las personas.


Ni siquiera cuando este tema llega al Congreso o al Senado se insiste en las causas estructurales de las altas tasas de suicidio. Como mucho, se admite la necesidad de tomar medidas políticas. Pero de reconocer el carácter social o político de las causas, nada de nada. Porque eso implicaría una crítica radical a las estructuras económicas de la nación, lo que, no me cabe de ello duda, obligaría al menos a los dos grandes partidos a admitir sus culpas y vergüenzas por el desastre económico-político que año tras año, legislatura tras legislatura, caracteriza a España desde finales de los años ochenta (desindustralización y privatización como grandes pecados de la izquierda y la derecha, respectivamente).


Esa apelación a la subjetividad del individuo, cuya consecuencia práctica tiene que ver con la consideración pública del suicidio como una cuestión personal que como tal habrá de ser tratada psicológicamente, guarda a mi juicio una muy estrecha sintonía con la Filosofía de Immanuel Kant. No es este el lugar para desarrollar la tesis de que la «filosofía mundana» de nuestro presente en marcha está completamente inspirada en el kantismo y el neokantismo (y krausismo; ver Zapatero y el Pensamiento Alicia de Gustavo Bueno). Pruebas de esta «mundanización del kantismo» las encontramos, por ejemplo, en las reclamaciones que desde los grupos trans se hacen con vistas a legislar con arreglo a la subjetividad (sentimental, para más inri) del individuo que se siente hombre o mujer, o en las citadas pretensiones de internacionalización del Derecho bajo la figura de un Tribunal Internacional de Justicia.


En pocas palabras, y por lo que respecta a nuestro tema, es la referencia a la autonomía del individuo suicida o que pudiera ser un suicida potencial lo que suena a mi juicio a recuperación de la Filosofía kantiana.


No es que me parezca erróneo atribuirle al suicidio unas causas subjetivas referidas al estado anímico y emocional del sujeto en cuestión. Por supuesto, hemos de abordar este problema desde la Psicología.


Lo que creo que es erróneo es el reduccionismo psicologista que implica atender únicamente a las causas psicológicas del suicidio, como si con una buena educación emocional, afectiva, etc. tuviésemos la solución definitiva. Dicho de otro modo, critico la orientación estrictamente psicologista, lindante con la auto-ayuda y el fenómeno del «wonderfulismo» («Si quieres que el mundo cambie, cambia tú»), de las políticas de prevención del suicidio que están emergiendo en estos días.


Tal orientación ha de ser completada con un reconocimiento de las implicaciones estructurales, esto es, sociales y económicas, que producen las patologías psicológicas que pueden conducir a un individuo al suicidio. Es decir, con un reconocimiento del contexto social dentro del cual, y sólo dentro del cual, cabe hablar de «persona». Es este contexto precisamente el que a mi juicio nos obliga a desechar la idea de Autonomía como causa y remedio del problema del suicidio.


Podremos cambiar el modo como los individuos miran a los otros, a la sociedad y a sí mismos. Pero mientras la sociedad no cambie, mientras los problemas estructurales no se toquen en lo más mínimo, el suicidio de jóvenes seguirá perturbando a la sociedad política; jóvenes que no encuentran horizontes estables de futuro, que no encuentran trabajos dignos, que no encuentran posibilidad alguna de autonomía económica…


Por eso quisiera llamar la atención del lector a la obra arriba citada del sociólogo Durkheim, en la que estudia el fenómeno del suicidio desde la perspectiva de la sociedad: el suicidio, según concluye la obra, tiene causas estrictamente sociales, estructurales, que condicionan o determinan las patologías psicológicas de los individuos.


Especial interés tiene en la taxonomía de los tipos de suicidio que realiza («suicidio altruista», suicidio egoísta», «suicidio fatalista» y «suicidio anómico») el suicidio motivado por la crisis de una sociedad en un determinado contexto histórico; el suicidio anómico, cuya causa a juicio de Durkheim es la «anomia» o patología social consistente en la ausencia o la quiebra de los valores que mantienen cohesionada a una sociedad.


Este tipo de suicidio se produce cuando la sociedad pierde la autoridad sobre el individuo. Cuando el individuo se considera, o bien superior a la sociedad, o bien alejado de ella.


En otros términos, cuando las estructuras sociales no son capaces de ejercer de una forma eficaz sus funciones reguladoras sobre la vida, acción y comportamiento del individuo. Sin regulación sobre sus hábitos de vida y modos de comportamiento, los individuos desarrollan actitudes desarraigadas y pasionales, volitivas, de importante carácter destructivo.


O dicho de otro modo, el tercero ya, cuando el individuo no encuentra en la sociedad a la que pertenece los valores, las convicciones, las oportunidades y las posibilidades necesarias para garantizar orden y seguridad, prosperidad y felicidad, para su propia vida.


A la vista de este diagnóstico sucede con el diagnóstico psicologista anterior, análogamente, como con la crítica que Marx hace de la crítica a la religión de Feuerbach: la crítica teórica a la religión (negar la existencia de Dios o triturar la idea de Dios) no cambiará la realidad práctica, institucional, del fenómeno religioso. Por eso, dice Marx, es precio «bajar la crítica del cielo a la tierra», consolidar los resultados esperados en la crítica teórica con una crítica práctica o económica.


En definitiva, la tesis que defiendo para encontrarle una causa y una solución al suicidio (sin reconocimiento de motivos no es posible desarrollar una solución óptima) es la siguiente: menos Kant y más Durkheim.

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