En esta entrada vamos a analizar una de las muchas corrientes o de los muchos tipos de éticas que se han desarrollado a lo largo de la Historia de la Filosofía: las éticas «deontológicas» o éticas del deber.
En primer lugar, realizaremos una aproximación etimológica al concepto «deontología» para distinguir el grupo de éticas que nos ocupan de otros, en particular del consecuencialismo. Después, presentaremos una de las diferentes propuestas de clasificación de las éticas deontológicas: éticas deontológicas centradas en el agente y éticas deontológicas centradas en el paciente. A continuación plantearemos algunas tesis básicas en contraste con las éticas consecuencialistas. Para finalizar, estudiaremos el paradigma moderno de las éticas deontológicas: la ética del deber puro de Kant.
1. Consideraciones etimológicas.
Existen múltiples tipologías para la clasificación de los sistemas éticos de la tradición filosófica: éticas descriptivas y éticas normativas, éticas sustancialistas y éticas procedimentalistas, éticas naturalistas y éticas no naturalistas, éticas teleológicas y éticas deontológicas, éticas de la convicción y éticas de la responsabilidad, etc. Sin perjuicio de la importancia actual de la distinción kantiana entre las éticas materiales y las éticas formales, en esta entrada nos vamos a limitar el examen de las éticas deontológicas. Es importante anotar que las tipologías presentadas no son clausuradas, sino que es posible reconocer algunos rasgos de las éticas deontológicas en las éticas naturalistas, por ejemplo, o en las éticas normativas.
«Deontología» o su calificativo «deontológico» derivan del término griego deon, que significa «deber». Según esta aproximación etimológica, las éticas deontológicas son aquellas que hacen del deber el criterio para la fundamentación de las normas y los valores éticos y morales de los grupos humanos. En ese sentido, se pueden definir en oposición a las éticas teleológicas, que atienden al fin de la acción como criterio de fundamentación o evaluación de las acciones morales humanas, y, fundamentalmente, a las éticas consecuencialistas, que atienden a las consecuencias de las acciones como criterio de fundamentación. Por otro lado, es importante distinguir las éticas deontológicas, que como decimos evalúan y prescriben lo que debemos hacer, de las éticas «aretáicas» o de la virtud, que evalúan y prescriben lo que debemos ser.
En efecto, las éticas deontológicas se presentan como alternativa a las éticas consecuencialistas, sobre todo en lo relativo al propósito de resolver los problemas que han sido objeto de crítica contra éstas. Ante la falta de rigurosidad moral que parece desprenderse de los planteamientos consecuencialistas, que para la evaluación moral de una acción tienen en cuenta el criterio de la maximización del Bien obtenido y no, por ejemplo, las intenciones que llevan al agente moral a actuar de una u otra forma, las éticas deontológicas ofrecen unos parámetros filosóficos de justificación de las acciones morales mucho más amplio, como veremos, y por supuesto tampoco exento de críticas.
Las teorías éticas deontológicas no tienen en cuenta a la hora de evaluar una acción como buena o mala los diferentes estados de cosas que ésta pudiera producir. Esto es lo que hacen las éticas consecuencialistas, y en este sentido pueden ser incluidas dentro del grupo de las éticas materiales y a posteriori, criticadas por Kant. Aunque habría que introducir matices y modulaciones, podemos convenir en que las éticas deontológicas analizan o prescriben la moralidad de una acción en virtud de la conformidad de la decisión o de la intención del agente moral con una norma moral de carácter universal. Si nos fijamos, el consecuencialista puede aceptar como buena una acción que sin embargo ha sido decidida o ejecutada según intenciones perversas o de puro interés personal; mientras la acción redunde en beneficio de una mayoría, como sostiene por ejemplo el utilitarismo moderno, la acción será moralmente buena. Para el deontológico, por el contrario, aun cuando una acción redunde en un amplio beneficio para una amplia mayoría, si el agente moral no la realiza según criterios o normas morales universales, su acción no tiene carácter moral positivo alguno; podría suceder, por ejemplo, que los resultados de la acción sean puramente azarosos, y que su verdadero objetivo no sea el logrado. Por eso, las éticas deontológicas encajan en el grupo de las éticas formales, a priori, del cual la ética del deber puro de Kant es la más significativa.
Según lo expuesto en el párrafo anterior, los filósofos deontológicos tenderán a subordinar la ética al derecho o el bien a la justicia y la ley: algo es bueno si obedece, en su consecución, a ciertas normas y leyes. Es la rectitud con la que se ponen en práctica la que determina, con arreglo o en conformidad al derecho, si son buenas o malas acciones. Nótese que el tono imperativo que asume el fundamento de las acciones morales, el deber ser, le da a las éticas deontológicas un carácter de normatividad superior al de las éticas consecuencialistas: no es sólo que algo que se realiza en conformidad con el deber sea bueno, sino que además, en tanto en cuanto se realiza por mor del deber, según la expresión kantiana, debe hacerse de forma necesaria. Es decir, que el fundamento de la moral, por ser a priori, no sólo evalúa y recomienda, por decirlo así, sino que además prescribe e insta. Las normas morales dicen qué debe hacerse, y también qué no debe hacerse.
2. Clasificaciones de las éticas deontológicas.
Para ofrecer una clasificación de las éticas deontológicas acorde con los límites de esta entrada tomaremos el criterio del objeto de la evaluación moral. Distinguiremos, así, entre las éticas deontológicas centradas en el agente y las éticas deontológicas centradas en el paciente.
Las teorías deontológicas centradas en el agente moral parten de la tesis de que cada ser humano tiene acceso al conocimiento de una serie de razones o normas morales que confieren permisos y obligaciones para que una acción sea calificada como una acción moral. Hablamos entonces de razones morales y de permisos relativos al agente de la acción. Aun cuando sean razones y permisos «relativos al agente», es decir, que cuentan para el agente pero que no necesariamente sirven para justificar etic la moralidad de esa acción, son razones y permisos de carácter objetivo. Un padre, por ejemplo, tiene una serie de permisos y obligaciones para con su hijo, y esos permisos y obligaciones no necesariamente han de servirle al resto de individuos para los contextos en los que la referencia sea el hijo de este padre. Pero todo padre, en el sentido en que es padre, ha de asumir esos permisos y obligaciones para el trato con sus hijos. De este modo, las razones relativas al agente moral no son relativas en el sentido del relativismo ético, sino en el sentido de la asignación de obligaciones o permisos en relación a la función que el agente ejerce con respecto a quienes pueden ser pacientes morales de sus acciones.
Existen diversos tipos de éticas deontológicas relativas al agente moral, y los múltiples planteamientos derivan del carácter distintivo de las preocupaciones morales que impelen a cada agente a actuar de un determinado modo. Podemos distinguir, por ejemplo, teorías deontológicas que enfatizan la importancia de la intención del agente (según la ecuación fines-medios, según los fines previstos, etc.), otras que enfatizan la importancia de las acciones (por ejemplo, se considera que la acción de matar a otro ser humano es una mala acción), y otras que enfatizan por igual la importancia de intenciones y acciones (según estas éticas a la hora de evaluar la moralidad de una acción es preciso atender tanto a las intenciones como a las acciones realizadas en virtud de esas intenciones; en este sentido, pueden evitar los riesgos y problemas a los que conducen las otras dos perspectivas tomadas en abstracto, como cuando, por ejemplo, una acción que no ha sido realizada con la intención de matar a un inocente lo hace de una forma involuntaria pero negligente).
A efecto de ejemplificar una de las muchas críticas que podríamos plantearle a este tipo de éticas deontológicas, nos podríamos preguntar si el yo o la subjetividad es un punto de referencia adecuado para la discusión sobre cuestiones de ética y moral. ¿Cuál es el protagonismo real que asume el individuo al realizar una acción moral?, ¿no se vería modificada la evaluación moral de la acción de tener en cuenta al paciente moral?, ¿es la moral una cuestión puramente individual, o precisa más bien de un contexto social, político y jurídico que amplía su dimensión normativa y hace que los procesos de evaluación y prescripción no puedan ser vistos desde la perspectiva reducida del individuo?
Como alternativa a las éticas deontológicas centradas en el agente se han desarrollado las éticas deontológicas centradas en el paciente. Estas teorías se basan, no en los deberes morales del agente, sino en los derechos que cada ser humano tiene en tanto en cuanto paciente de acciones morales ajenas (y también, por supuesto, en tanto agente moral). Entre los derechos más esgrimidos por estas teorías destaca el derecho de todo ser humano a no ser empleado por otros como medio para la producción de consecuencias favorables (para el propio agente o para toda la sociedad) sin su propio consentimiento.
Aunque parezca que el derecho a ser considerado como fin en sí mismo y no sólo como medio es semejante al derecho a no ser asesinado por otros, hay que decir que los derechos según son concebidos por la perspectiva deontológica relativa al paciente moral cifran el «consentimiento» como uno de sus conceptos clave. El derecho o los derechos de las personas no son incondicionados en el sentido que lo son los deberes de la corriente anterior, sino que dependen del consentimiento por parte del paciente moral. Por eso, las éticas deontológicas relativas al paciente moral han sido esgrimidas por muchos pensadores de la corriente libertaria del liberalismo, como Robert Nozick: los individuos son libres de aceptar las condiciones contractuales que deseen, y de someterse a las situaciones que racionalmente consientan (como por ejemplo una jornada laboral de 10 horas y un sueldo de 800 euros mensuales). De hecho, esta perspectiva se entiende también como una variante libertaria de las éticas deontológicas.
En resumidas cuentas, las éticas deontológicas centradas en el paciente cifran la moralidad de la acción en el consentimiento del paciente y en el no empleo de éste como un medio para la satisfacción de fines particulares.
3. Algunas tesis contractualistas.
A continuación, tres tesis generales sobre las éticas deontológicas y la oposición contractualista a cada una de ellas.
1. Los deberes de las éticas deontológicas son «nominales» en el sentido de que están dirigidos unos pacientes morales concretos, mientras que los de las éticas consecuecialistas refieren a la provocación o no provocación de ciertos estados de cosas. De este modo, las éticas deontológicas garantizan el derecho a la protesta y a la exigencia de rendición de cuentas.
2. En las éticas deontológicas el deber de beneficencia general no es tan exigente como en las éticas consecuencialistas, de manera que ofrece un margen de preocupación hacia uno mismo y hacia los más cercanos mucho más amplio.
3. En continuidad con lo anterior, en las éticas deontológicas lo correcto no equivale, como para las consecuencialistas, a lo exigible moralmente. De este modo, permite el ejercicio de ciertas acciones o actitudes que aun no estando recogidas en los deberes de la moral también son laudables.
4. La ética del deber puro de Immanuel Kant.
Es el momento de abordar los principios básicos del que en la introducción consideramos el modelo paradigmático de la ética deontológica: la ética del deber puro de Kant.
Kant explica, teniendo en cuenta el clima de atomismo social, «anomia» y riesgo de disolución de las costumbres de su tiempo, que existen dos causas principales de la debilidad moral de la humanidad: la primacía que la ética le ha otorgado a las exigencias más bajas del ser humano, esto es, al placer, a los deseos y a los intereses, siempre en detrimento de lo más excelente y universal (la razón), y la influencia casi insalvable de la moral religiosa, cuyas máximas encuentran su fundamento en Dios. Dicha moral jamás podrá ser universal, porque de hecho existen ateos, creyentes de otras religiones o agnósticos para los cuales sus máximas no son válidas. Según esto, pretende cimentar la ética sobre el fundamento de la razón, facultad que por estar presente en todos los seres humanos puede alcanzar una validez universal. De este modo, la ética de Kant es una ética racional, desinteresada (deontológica) y universal.
Aunque no es nuestro tema, diremos cuatro palabras sobre la crítica de Kant a las éticas materiales (todas las anteriores a él, a excepción de la ética estoica).
En primer lugar, considera que las éticas materiales son empíricas y en consecuencia a posteriori, o lo que es lo mismo, que su contenido está determinado por la experiencia, contingente y cambiante. Pero los contenidos de la ética han de ser universales, y a priori. En segundo lugar, las normas morales de las éticas materiales se expresan a través de imperativos «hipotéticos» o condicionados por el estado actual de cosas, de modo que si este estado de cosas cambia cambiará también la exigencia moral. Dicho de otro modo, la obligación que fundan no es absoluta, sino que depende de la consecución de un fin. Por ello piensa Kant que no son leyes prácticas, dado que les falta la necesidad. Los que sí son leyes prácticas son los imperativos «categóricos», que determinan sólo la voluntad con independencia de la experiencia. En tercer lugar, las éticas materiales son «heterónomas», es decir, reciben la ley moral de algo exterior al propio individuo y a la razón. De este modo, «modulan» una voluntad también heterónoma que actúa no por sí misma sino impelida por los objetos que despiertan su deseo o interés. La ética formal kantiana es una ética «autónoma», dado que el sujeto racional se da a sí mismo su propia ley.
La ética kantiana parte de un hecho o Faktum, a saber, la existencia de la ley moral. Dicho de otro modo, es un hecho del que no podemos dudar que el ser humano tiene conciencia de su deber y se siente responsable de sus actos. Tiene una estructura moral que le diferencia de los animales. Pero además el ser humano es un animal, es decir, un ser sometido a las leyes de la naturaleza, y por lo tanto determinado causalmente. En este punto Kant distingue una doble naturaleza humana: el ser humano es un sujeto empírico dominado por la experiencia (por los instintos, los intereses, los deseos) que pertenece al «reino de la necesidad», pero también es un sujeto racional, moral y libre, un fin en sí mismo y un legislador del «reino de la libertad». Es en el ejercicio del uso práctico de la razón como es capaz de determinar su voluntad, y penetrar en el reino de la libertad como ser moral.
Ahora bien, hemos de preguntarnos qué es lo que hace de una acción una buena acción, o dicho de otro modo, en virtud de qué criterio decimos que algo es bueno. Según Kant ese criterio es la «buena voluntad» o la «voluntad Santa»: la bondad moral de la acción no descansa en la acción misma, sino en la voluntad del agente. No son las consecuencias de la acción, sino la intención con la que se ejecuta. De este modo, la buena voluntad es la que actúa por mor del deber, por amor al cumplimiento del deber (porque reconoce que sólo así puede ser una voluntad autónoma), entendiendo el deber como la ley que la razón se da para sí misma.
La buena voluntad es la que es capaz de darse a sí misma una norma (en la medida en que es racional), por lo que esta ley no viene dada desde fuera, sino que nace en la propia constitución moral del ser humano. Simmel criticará a Kant, siguiendo a Nietzsche, que la inmanencia de la ley moral es una falsa inmanencia, porque el individuo siente realmente que esa máxima le viene dada desde fuera, y que no dice nada sobre su propia vida.
La ley moral está expresada por el principio práctico, universal e incondicionado que obliga a la voluntad: el imperativo categórico. Kant distingue tres tipos de principios prácticos: las máximas, que son principios prácticos de valor subjetivo y que por lo tanto sólo valen para la voluntad del interesado, los imperativos hipotéticos, que son normas imperativas con valor objetivo pero de deber condicionado por la experiencia (y por lo tanto carentes de universalidad), y los imperativos categóricos, la verdadera ley moral, a priori, universales y necesarios.
Los imperativos categóricos son imperativos incondicionados que obligan a la voluntad en cuanto voluntad, es decir, a toda voluntad. Estos imperativos provienen de la razón. Según esto, una buena voluntad es aquella que actúa con arreglo al imperativo categórico, de acuerdo con la legalidad pero de acuerdo también con el puro deber de la razón. Kant articula hasta tres formulaciones distintas del imperativo categórico.
La primera fórmula: «Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal». Lo que quiere decir esta fórmula es que de ninguna manera debe el individuo elevar a ley moral una máxima que no pueda ser universalizable, es decir, que no pueda aplicarse a todos por igual.
La segunda fórmula: «Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio». Esta segunda formulación señala al hombre mismo como fin objetivo y válido para todo ser racional. El valor absoluto del hombre o de la persona lo pone de manifiesto al compararlo con las cosas; mientras las cosas son intercambiables como mercancías, las personas tienen un valor absoluto, una dignidad.
La tercera fórmula: «No hacer ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber, que pueda ser tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora». Con esta formulación Kant localiza la legislación universal en la autonomía de la voluntad (capaz de autodeterminarse) y reconcilia las aspiraciones de una ley universal de validez intersubjetiva con las exigencias de autonomía de los sujetos morales.
La ética kantiana, formal, autónoma, racional e incondicionada parece dejar fuera del ámbito de la moralidad a la felicidad. En efecto, Kant mismo explica que la felicidad no puede ser en absoluto el fundamento de la ética; sin embargo, admite que es un «corolario necesario» de la misma. De este modo, la pregunta por la felicidad en la ética kantiana se reformula así: «¿cómo llegar a ser digno de la felicidad?». Dicho de otro modo, la actuación en conformidad con el deber trae consigo la promesa de la felicidad de un «modo natural».
En conclusión, en esta entrada hemos analizado brevemente qué son las éticas deontológicas, en contraste con las éticas consecuencialistas. Si las segundas toman las consecuencias de la acción como criterio para su valoración, y por lo tanto son a posteriori, las primeras, reaccionando contra la falta de rigurosidad del consecuencialismo, hace del deber el criterio de fundamentación de las normas morales. De este modo se instituye como un tipo de ética a priori, en conformidad con las exigencias kantianas de universalidad y necesidad. Sin embargo, es importante anotar que la oposición éticas consecuencialistas-éticas deontológicas no agota la tradición de la ética como disciplina filosófica, y que existen múltiples confluencias entre éstas y otras corrientes éticas, como el utilitarismo o el estoicismo, respectivamente.
Bibliografía consultada:
Camps, V. (ed.) (2002). Historia de la ética. Crítica.
López Aranguren, J.L. (1995). Ética. Alianza.
Macintyre, A. (1988). Historia de la ética. Paidós.
Zalta, Edward N. (Ed.). 2014. The Stanford Encyclopedia of Philosophy. https://plato.stanford.edu/
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